Corolario previsible de una sucesión interminable de cortes de calles, huelgas salvajes, irrupciones en edificios públicos, agresiones a agentes estatales y demás actos similares que se repiten todo el tiempo en todo el país.
Sus organizadores no paran en defensa del trabajador sino del privilegio.
Nada les importan los miles de millones de pesos que pierde el país con el paro ni los miles de trabajadores que quieren trabajar pero se ven impedidos de hacerlo por la ausencia de transporte, ese transporte que parece ser servicio público para reclamar recursos públicos pero no para garantizar la continuidad de su prestación.
Acostumbrados a acumular poder y recursos sin cesar, manejar discrecionalmente fondos públicos millonarios, coaccionar empleadores, designar funcionarios, imponer candidatos, ignorar la Justicia y nunca rendir cuentas, no luchan contra medidas económicas determinadas sino contra políticas que, afortunadamente, van desmantelando esas prebendas inaceptables.
Las consignas convocantes son casi una confesión de la naturaleza puramente política de la medida. Se habla ridículamente de una colonización o tercerización de la economía por el acuerdo con el FMI, se crítica un inexistente vaciamiento de la universidad pública y se defienden bolsones obscenos de corrupción e ineficiencia bajo el ropaje de combatir cierres o despidos masivos en los que nadie piensa.
Proclamas que nada tienen de gremiales y que sólo esconden la intención aviesa de debilitar al gobierno en defensa de sus prebendas, y en algunos casos de su libertad.
Hoy por primera vez en más de medio siglo estamos ante la posibilidad cierta de hacer lo que hicieron las grandes potencias para llegar a serlo.
La historia nos ha convocado. Como nunca desde la época de nuestros abuelos estamos equilibrando las cuentas públicas, insertándonos inteligentemente en el mundo, impulsando un espíritu emprendedor que muchos compatriotas ni siquiera conocieron, promoviendo una institucionalidad que nos brinde transparencia, seguridad jurídica y, sobre todo, que nos garantice un límite al avance del Estado sobre las libertades individuales.
El mundo nos mira. En tiempo récord nos estamos deshaciendo de un populismo ominoso que supo invadir de pesimismo a nuestra sociedad. Estuvimos cerca de naturalizar la corrupción, la impunidad, la persecución a políticos, periodistas y jueces, la pérdida de independencia judicial, la perpetuación de los gobernantes en el poder y la opresión de un Estado que decidía cada vez más sobre nuestras vidas.
En un hito que se parece bastante a un milagro, decidimos recuperar la democracia plena y corregir el colosal desbarajuste dejado por el gobierno anterior, asumiendo los dolores propios de la inevitable transición que todavía estamos viviendo.
El mundo es conscientes de ello y por eso apoya a nuestro país, mientras que los mariscales de la decadencia y el saqueo buscan afectar la gobernabilidad para boicotear ese apoyo.
Se resisten a aceptar que, no sin contratiempos, se están resolviendo los principales problemas estructurales del país, problemas originados por políticas que con tanto fervor apoyaron.
Es así que vamos camino a lograr equilibrio fiscal y comercial por primera vez en décadas, lo que eliminará la necesidad de emitir y endeudarnos y nos llevará a una reducción genuina de la inflación, sin cepo, sin convertibilidad, sin congelamiento de precios, sin confiscaciones y sin aprietes.
Y a la vez vamos paulatinamente recuperando la cultura del trabajo y el ahorro.
Es comprensible la feroz resistencia al cambio de los responsables del paro.
Una Argentina libre, transparente, abierta y pacífica con una cultura en la que el progreso sea consecuencia natural del desarrollo individual no parece el mejor país para ellos.
Por Guillermo Castello