La «unidad olvidada» de la Guerra de Malvinas

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El clima festivo invade una mesa interminable. Es tan larga que ocupa casi todo el salón de la pizzería Santa Mónica, a pasos del Congreso. Cada año la atiende con esmero el mismo mozo: Rubén Ruiz. Las banderas argentinas se entrelazan en el techo como si fueran guirnaldas y entre pizzas, vino, cerveza y fainá sobrevuela un conmovedor espíritu de camaradería.

Aunque el número de la cofradía varía año a año, la cita esta vez reúne a unos 40 comensales, cuyas edades van desde los 56 a los 85 años. El grupo forjó una identidad a partir de la guerra; traumática para algunos, desafío de resiliencia para el resto. Ese vínculo imperecedero hace años deshizo jerarquías, desdibujó extracciones sociales, distancias geográficas y pertenencias políticas. Es un lazo de «hermandad a prueba de los bombardeos del olvido» y se renueva cada 20 de junio desde hace 36 años. La fecha remite a la noche aciaga de 1982 en que el grueso de la dotación del Apostadero Naval Malvinas (ANM) regresó bajo las sombras al continente: la mirada gacha hacia el piso, el paso acelerado directo hacia los micros y una vez allí, los cuerpos vencidos en los asientos, con la advertencia de no saludar por las ventanillas ya que nadie iría a recibirlos.

«Había que ocultar la derrota y ese fue un imperativo político. Aplaudimos cuando el avión tocó tierra en Ezeiza – relata a Infobae el ex conscripto Gabriel Asenjo, alias «el Pájaro»—. ‘¿Por qué aplauden? Vienen de perder una guerra'», los disciplinaron desde la cabina. Desde entonces, esa fecha, coincidente con el Día de la Bandera, potenció su carga simbólica y fraguó la experiencia ambivalente de una guerra que —dicen— sólo ellos comprenden. El tiempo maceró los horrores y hoy observan esa contienda desde el capital humano que les dejó «y no desde lo que nos quitó».

Incluso los que se reconocen afectados por estrés postraumático (PST), como el entonces cabo primero Guillermo Ni Coló, abogado que hace 34 años trabaja en el Congreso, hablan de Malvinas «como una experiencia maravillosa». La gente del Apostadero parecería ser una casta aparte. No se escuchan recriminaciones ni señalamientos a sus jefes. Por el contrario, cada uno le asigna a su superior inmediato un rol paterno, con grandes dosis de afecto; algo raro y pocas veces escuchado entre unidades de ex combatientes.

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Ni Coló fue uno de los siete tripulantes de la goleta Penélope. Confiscada a los kelpers, transportaba soldados, alimentos y armamentos y se movía por las caletas y ensenadas soportando bombardeos navales y sin artillería propia. «Es el asombro del todo el mundo lo que hizo ese barco. Y no se puede tener en la vida lo que nos dio eso, que es mucho amor, solidaridad, amistad y compañerismo incondicionales que nos sirvieron para la vida. El lazo de sangre y hermandad que tengo con ellos es único. Si bien fue una guerra que me marcó psicológicamente, rescato la parte positiva», dice Ni Coló.

Lo que prevalece en el grupo es una necesidad intestina por contar una historia común desde el caleidoscopio de la vivencia propia. Una historia que durante mucho tiempo la gran mayoría reservó para sí.

«Hay secuelas de Malvinas: el amor que le tengo a esta causa. Mis dos hijos y mi señora me bancan que todos los santos días en mi casa se hable de Malvinas. Para mí, y ahora para ellos también, Malvinas es un tema sagrado», dice Marcelo Wolf, un exconscripto del ARA Bahía Buen Suceso.

«Por más que uno intente explicarlo mil veces es difícil que el resto de la sociedad entienda lo que significan esas islas para los que estuvimos allí», agrega Eduardo Munitz, otro ex combatiente. El resto de la mesa asiente.

El reencuentro anual de los miembros del Apostadero, la mayoría conscriptos clase 62, además de oficiales y suboficiales de la Armada, nunca buscó atenuar dolores o disipar traumas, pero sí exaltar «un espíritu de pertenencia y de férrea lealtad a la Primera Unidad Naval creada en suelo malvinense».  Aquel «Apostadero olvidado» es para ellos símbolo de un desinterés colectivo. Convirtieron, sin embargo, ese dolor en una urgencia para que la memoria siga viva. Quizás por eso el cónclave anual—siempre en la misma pizzería cercana al Congreso— actúa como un autoagasajo; una celebración hecha a medida.

Por inacción, omisión o por esa atrofia selectiva, que a veces se apodera de la memoria histórica, el Apostadero Naval Malvinas, del que ellos fueron protagonistas, ha sido desdeñado—dicen— bajo el mar calmo de la indiferencia.

«Es inmerecido. Somos la Unidad Olvidada», repiten con un dejo de aflicción los excombatientes. «A la historia de Malvinas le falta un capítulo: el nuestro».

Algo podría torcer ese rumbo. El diputado Waldo Wolff (Cambiemos) se empeñó en añadir a los anales de la historia de Malvinas ese faltante. Acaba de presentar en la Cámara de Diputados un proyecto de resolución que busca instituir un «Reconocimiento Público al Apostadero Naval Malvinas (ANM) y a todos sus integrantes por ser la Primera Unidad de la Armada Argentina creada en las Islas Malvinas».

Entre brindis y ocurrencias, Daniel Gionco, alma máter de las reuniones y editor del sitio www.aposmalvinas.com.ar, propone un alto en la cena. Alza su copa y la golpea con un cubierto. La acción aplaca bromas y bullicio. Santiago Coffone, asesor de Wolff, les anuncia sin solemnidades el proyecto. El silencio muta en aplausos. El enlace de la Armada ante el Congreso, el capitán de Navío Fabián Ramallo, celebra la iniciativa.

El proyecto de reconocimiento, a diferencia de otros que nunca llegaron a buen puerto, cuenta por primera vez con el aval de la fuerza, y será sometido a votación en Diputados. De aprobarse, tanto los ex combatientes como sus deudos, serán distinguidos por la Cámara baja, que invita a su vez a las legislaturas provinciales a emular la distinción.

«Hace 36 años que lo único que buscamos es que se reconozca todo lo que hizo el Apostadero, que con muy poco hizo mucho. Quienes integramos esa suerte de base naval improvisada en las islas, no somos ni fuimos los pobres chicos de la guerra. Tampoco héroes, que quedaron en Malvinas. Queremos marchar por la amplia avenida del medio de ser gente que cumplió. Que hizo lo que pudo o lo que estaba a nuestro alcance, en el momento histórico que nos tocó. Que juró y honró a su bandera», explica Claudio Guida, otro de los exconscriptos. El resto escucha y vuelve a asentir.

A Guida, empleado de Edenor, sus excompañeros lo cargan y le dicen «Claudia». El mote nació el día en que él y otros miembros del ANM cavaban sus trincheras para combatir en la Península Camber. Ese relato bélico llegará después, durante la extensa sobremesa. Recibido como técnico mecánico antes de partir a la guerra, con algo de facilidad para el dibujo, Guida fue el artífice del icónico cartel que sobre madera terciada pintada de celeste reemplazó en los galpones el nombre de la Falkland Island Company por el del Apostadero Naval Malvinas.

«La orden había sido identificar la posición del Apostadero y las letras y tamaño del cartel debían cubrir a las de la FIC. ¿Ves esa foto?—inquiere Guida y señala el frente del galpón-carpintería donde se recluyó la unidad—. Ese es el único emblema que tenemos: el nombre de nuestra unidad al lado del mástil y la bandera que nosotros mismos emplazamos e izamos el 25 de mayo de 1982. Fue el momento más emotivo que recuerdo de la guerra. Quizás porque me eligieron a mí para izarla. Cuatro horas después, soportábamos los bombardeos navales, los ataques aéreos ingleses y un simulacro de desembarco de la SAS (Special Air Service) frente a nuestros ojos en la península de Camber».

«En un grupo con el que compartiste una guerra—continúa—no se pueden romper lazos jamás. Ni porque me miraste mal, ni porque no viniste a la reunión pasada. Sabemos que donde falte un litro de sangre, todos vamos a estar allí».

El bioquímico Roberto Coccia (76) viajó especialmente desde Bahía Blanca junto a su hijo para asistir al encuentro. Coccia era teniente de navío durante la guerra. Le toca a él explicar por qué la historia segregó a esa unidad naval erigida en el corazón para la supervivencia durante la guerra.

El Apostadero—relata— fue el centro de operaciones logísticas para una guerra precipitada. Nació el mismo 2 de abril para abastecer la operatoria naval en el archipiélago.

Antes del desembarco en las islas, una veintena de hombres fueron seleccionados del Crucero General Belgrano; esa dotación primigenia salvó su vida. Con el estallido de la guerra, sin embargo, el Apostadero aumentó progresivamente su tropa hasta sumar unos 220 hombres.

Cada conscripto naval que llegaba a Malvinas era asignado al ANM, donde se cubrían las tareas más heterogéneas. En marcadas condiciones de inferioridad, aquel 2 de abril, sin techo donde asentarse, los primeros hombres se estrenaron en Puerto Argentino como una unidad trashumante.

Ocuparon una de las sedes portuarias de la FIC hasta que un regimiento de la Infantería de Marina, mucho más numeroso, los expulsó de esos amplios galpones. Con nuevos arribos, cuando la dotación sumaba cerca de un centenar de hombres, se acomodaron en la bodega del buque de Transportes Navales ARA Bahía Buen Suceso. Aquel «rancho» duró poco. No bien habían completado uno de los tantos alijes, la nave zarpó de madrugada hacia el Estrecho de San Carlos con combustible aeronaval, víveres y pertrechos. Debía abastecer al resto de las dotaciones repartidas por el archipiélago. El buque jamás regresó.

Por las noches, para no alertar a los isleños, la tarea logística no conocía treguas. Al continuo alije y estiba de artillería, municiones y víveres se sumaba el abastecimiento de combustible para la flota. Con creatividad, compromiso de la gente y un tipo de liderazgo que más que imposiciones marciales dio libre albedrío a la inventiva, el Apostadero se las ingenió para proveer todo sin contar con mucho.

Esa «unidad olvidada» aprovisionó día y noche la febril operatoria portuaria, desplegó parte de su gente en nueve buques, defendió los espejos de agua, aseguró las cabezas de playa con sus buzos tácticos, acondicionó una improvisada plataforma móvil para el lanzamiento de misiles Exocet, combatió en el frente en la península de Camber, custodió el faro San Felipe, rescató náufragos, alimentó y cobijó a los combatientes, entre un sinnúmero de tareas. Durante los 78 días en que funcionó estuvo al mando del capitán de Fragata Adolfo Gaffoglio. A él le reservan la cabecera de la mesa.

 

Mariano Coccia, ingeniero electrónico, disfruta de acompañar a su padre a la pizzería. Es la tercera vez que lo hace. Manejó los 700 km desde Bahía Blanca no sólo para que su progenitor se reúna con los suyos; también para poder escuchar él los relatos en primera persona de los protagonistas de esa guerra. «Esto es historia pura. Acá mismo tenés vivencias increíbles que si no las escuchás aquí mismo se pierden. Son historias que el grueso de la sociedad y los medios desconocen», dice.  Esta noche él y su padre dormirán en un hotel y al día siguiente regresarán al hogar con el sabor de la tarea cumplida.

«Tenía siete años cuando mi papá se fue a Malvinas. Pasaron los años y mi viejo, como muchos de los que están hoy acá, nunca habló de lo que había ocurrido allí—relata—. Creo que fue por la orden de no hacerlo que se internalizó en los oficiales. Yo lo vi salir de noche, casi a escondidas, en Puerto Belgrano; no me lo contaron. Lo estuvimos esperando horas con mi vieja en la base. En ese momento no tuve noción de lo que había sido Malvinas para mi padre. Me interioricé mucho después por libros, porque él no hablaba. La primera vez que lo escuché fue en 2000 cuando por cuestiones fortuitas se juntó con otros veteranos en Bahía Blanca. Ahí observé que hablar entre ellos era una forma de desahogo, un alivio después de décadas de silencio».

El mozo Ruiz se desvive para «atenderlos como ellos merecen», dice. «Es muy fuerte verlos a todos juntos año tras año y a mí eso me produce alegría. Hace 19 años que los recibo y jamás les escuché una recriminación, un lamento o un desacuerdo. Uno ha sido testigo de un vínculo inigualable».

Gaffoglio, ex submarinista y jefe del Apostadero, perdió gran parte de su audición en la guerra. Regresó con un tercio de su peso al continente un mes después de lo que lo hicieran sus hombres y fue uno de los oficiales que más conocía Malvinas antes de la guerra. Viajaba con frecuencia a las islas como representante de Transportes Navales (TN). Aunque cumplió un rol dual: a él le encomendaron las tareas de inteligencia previas para fotografiar objetivos, aportar cartografía y relacionarse con las autoridades isleñas. También para relevar junto a un experto en gradientes de playa los puntos aptos para el desembarco de buzos tácticos. Aquel especialista clave se camufló como electricista en el buque ARA Isla de los Estados, que entonces abastecía con materias primas argentinas a las islas. Una vez desembarcado en Puerto Stanley escudriñaron las distintas playas. Cámara en mano, simularan despuntar el vicio por el avistaje de aves y fauna marina. Gaffoglio regresó de aquel viaje a Malvinas el 24 de marzo de 1982. Seis horas después le ordenaron volver a embarcarse en el rompehielos Irizar de regreso a las islas. La Operación Rosario estaba en marcha, aunque podía abortarse. El desembarco dependía, entre otros factores, de la postura del expresidente de Estados Unidos, Ronald Reagan.

«La guerra fue un sacrificio inesperado, porque uno no tenía idea la dimensión que iba a adquirir eso—dice—. Al comienzo no había apoyo logístico como en una base naval y de la nada tuvimos un eficiente centro de abastecimiento, adiestramiento militar, un espacio para recuperar física y anímicamente infantes para el combate y hasta una panadería para alimentar bien a los hombres y una peluquería para levantarles la moral a los soldados.  Eso fue posible porque la gente fue superlativa. Hacían mucho más de lo que se les pedía. Las órdenes eran para cumplir pero en aquellas circunstancias las limitaciones no se pasaban por alto. Como todas las cosas en el Apostadero se pedían con ‘por favor’ o en forma coloquial, uno decía: ‘Fulano, escuche, hay que hacer tal cosa. ¿Estamos en condiciones?’. Eso daba pie a un intercambio de ideas, siempre dentro de la égida militar. Pero la gente, ellos—señala a los hombres reunidos en la pizzería— y también los que hoy no están, fueron un grupo que en base a ingenio y predisposición tuvo un desempeño extraordinario».

En la cadena sucesiva de mando hubo mucho de dejar hacer, de propia iniciativa y de apoyos espontáneos. Los aportes de las familias con sus cartas, el inicial apoyo de la sociedad, y la templanza y el buen trato de los comandos—cuenta Gionco— levantaron mucho la moral.

Los detractores del Apostadero critican las «comodidades» de las que gozó la unidad en aquella carpintería dotada de cierto confort. Fue la destreza de los miembros del ANM la que permitió que se instalaran duchas y hornos y que con madera de la FIC construyeran camas. Ninguno pasó hambre.

También le han cuestionado que salvo por los que combatieron en Camber y los que tripularon nueve buques heroicos como el Isla de los Estados o el Monsunen, la mayoría desconoció el frío y la humedad de las trincheras cavadas en la turba. Sin embargo, fue iniciativa de esos hombres la creación de lo que bautizaron luego como «el SPA para infantes de marina». Por grupos reducidos, se rescataba a los infantes con dolencias, cansancio o pie de trinchera del interior de la isla. En un barril vacío de 200 litros, calentado a las brasas, se introducía al soldado exhausto y desnudo. Se le daba un shock de calor, vapor y masajes; luego una ducha. Un suculento guiso, atención de primeros auxilios, tiempo de ocio para leer o escribir cartas y al menos una noche de sueño bajo techo para restituir el temple de aquellos en la primera línea de fuego.

El suboficial primero Norberto Giordano (82), alma máter en el manejo de los jóvenes de 19 y 20 años del Apostadero, desplegó en el trato un método infalible: «Nos tenía cagando—cuenta el Pájaro Asenjo, que hoy reconstruye locomotoras—. Pero lo hacía para que nos olvidáramos de nuestras carencias y de la necesidad de nuestras familias. Si preguntás, no hay aquí quien diga que él no nos cuidó como si fuéramos hijos. Fue un padre severo y protector».

«Cuando volvíamos en el avión le dije a Giordano: ‘Deme su dirección, que yo lo voy a ir a visitar’.» ¡Qué vas a venir, vos!’, me respondió. ‘No, no lo voy a ir a ver a usted, iré a verla a su nena (por su hija)’.  Desde entonces, hace 36 años que lo visito en su casa de Vicente López. Y por supuesto que conocí a su  hija», cuenta entre risas Asenjo.

Gabriela Giordano, la famosa hija del suboficial, también  acompaña a su padre en la pizzería. Durante años fue el Pájaro Asenjo el que lo buscaba en su casa y lo llevaba de regreso, bien entrada la madrugada. Gabriela dice: «Él (por Asenjo) ayer mismo se ofreció a traerlo a la reunión. ‘No es ningún, esfuerzo, es nuestro papi’, me dijo y a mí me encanta escuchar eso porque mi viejo me festejó mi cumpleaños de 15  y al día siguiente se fue a Malvinas. Soy hija única, pero sé que ellos son los hijos varones que mi padre no tuvo».

Inmune a lo que dicen sobre él, Infobae se traslada al otro extremo de la larga mesa.  Cuando se le pregunta a Giordano el porqué de sus métodos tan severos, responde: «Debía cuidarlos como si fueran mis hijos».

 

Fotos: Nicolás Aboaf

Por Loreley Gaffoglio para Infobae.