Aldana era bebé cuando la palabra cáncer entró a su casa: su papá -el hombre corpulento, divertido y proveedor de la familia- tenía 38 años cuando recibió el diagnóstico. La muerte llegó después de una siesta juntos: Aldana iba a primer grado y habían dormido abrazados.
Pasaron 30 años y todavía recuerda cuando se lo dijeron. En el recuerdo, ella es una nena sentada a upa de su mamá, está atragantada por el llanto y repite la misma frase: ‘Mamita por favor, decime que es una pesadilla».
«Cuando murió mi papá yo tenía 6 años y mi hermano 8. Creo que estoy sana psíquicamente porque mi mamá, de una forma instintiva, pudo acompañarnos y no mentirnos. Siempre supimos que papá tenía una enfermedad grave pero que podía llegar a salir adelante. Una mezcla de realidad con un poco de esperanza», cuenta Aldana Di Constanzo a Infobae.
Aldana y Gerardo, su papá. Murió cuando ella iba a primer grado.
La esperanza existió pero se extinguió cuando el cáncer de cavum (entre la faringe y detrás de las fosas nasales) derivó en una metástasis en la aorta. Ni la radiación en la cara y en la cabeza, ni el viaje urgente de toda la familia a Estados Unidos para apostar a otro tratamiento lograron salvarlo. Lo que siguió a la muerte fue el colapso económico de la familia, porque la empresa de bijouterie que tenían, fundió.
«Recuerdo que estaba o muy enojada o muy triste. Primero no quería ni que lo nombraran, después necesitaba decir su nombre. Estaba tratando de entender la muerte antes de entender de qué se trataba la vida».
Con los años, su mamá volvió a formar pareja y Aldana creó un vínculo sólido con su padrastro. «Yo lo amaba», dice, y se nota en la mirada laqueada. Pero un aneurisma hizo reaparecer a la muerte, de un día para el otro, cuando ella recién había terminado el secundario.
Fue después de haber estudiado Psicología en la UBA que reparó en un detalle: «En seis años de carrera, leí un sólo texto que hablaba de la muerte. La única certeza que tenemos cuando nacemos es que vamos a morir; sin embargo a los adultos nos cuesta mucho conectarnos con la finitud, nombrar a la muerte».
Tampoco existía la ONG que habría necesitado en la infancia: nadie asistía específicamente a niños en duelo, nadie asistía específicamente a los padres que pierden un hijo chiquito.
Aldana tenía 27 años cuando le contó a un amigo que quería crear una fundación. No era un amigo cualquiera sino un padre de tres hijas que acababa de quedar viudo. «Lo tenés que hacer», dijo él. Para formarse, Aldana se ofreció como voluntaria del equipo de cuidados paliativos del Hospital Tornú. La jefa del área le agradeció lo que estaba por hacer: adentro de las salas había padres y madres muriendo; afuera, sus hijos. Nadie sabía bien cómo decirles lo que estaba pasando.
El resultado es, desde hace 10 años, la Fundación Aiken, que funciona en una casa antigua y cálida en Congreso. Acá recibió familias arrasadas por la tragedia. «Una de las historias que más me impactó fue la de un papá y su hijo que habían sido chocados de frente por un conductor que circulaba alcoholizado y en contramano por la Panamericana. El nene, que tenía 6 años, y él sobrevivieron; la mamá del nene y la hermanita, que tenía 4, no. «Pienso en cómo llegaron y en cómo se siguen reconstruyendo y me emociona mucho. Uno puede aprender a convivir con las pérdidas».
La dificultad de hablar de la muerte hace que, en el afán de protegerlos, les mientan o les decoren la verdad: que se fue al cielo, que está descansando en paz. «Los chicos necesitan saber para poder procesar: hay que usar la palabra muerte. Cuando les dicen que se fue al cielo creen que se fue en avión, y que va a volver. Para otros, que esté descansando en paz es que está durmiendo. Cuando los adultos pueden decirles que la persona querida murió y estar disponibles para que les hagan más preguntas, los chicos pueden seguir con su proceso».
No es fácil: si el niño perdió a su mamá significa que el padre que debe ocuparse de su duelo es quien está sufriendo la pérdida de su mujer. «Hay muchos mitos que tratamos de desarmar. La mayoría de los papás nos dicen ‘delante de mi hijo tengo que mostrarme fuerte, no puedo llorar’. Y la verdad es que no. Si el chico está mal y ve al adulto con cara de póker, no entiende nada. Es bueno mostrarles que la tristeza es parte del proceso».
Es mito creer que los chicos no entienden. También creer que es una locura llevarlos a un velatorio o a un entierro. «Depende de cómo haya sido la muerte y de la edad del chico, se recomienda que los lleven, que puedan conectar con lo que está pasando, que vean que la tristeza es algo que están viviendo todos». Después, lo ideal es que la persona que murió no sea borrada de la casa sino que sea nombrada, que esté en las fotos, presente en las anécdotas.
En Aiken hay terapias individuales y también grupales para que los chicos puedan expresar lo que les pasa. El ahorcado que quedó dibujado en el pizarrón habla de ese espacio habilitado para liberar: las palabras que eligieron para que otros adivinen son tristeza, frustración, melancolía. Y allá en el fondo están por inaugurar la sala de descarga saludable, con colchonetas y bates de goma, para que la descarga física de las emociones sea ahí y no a través de una pelea en el colegio.
Además, ofrecen orientación telefónica para momentos de crisis: una mamá que llama y dice que el papá de sus hijos murió hace una semana pero los chicos creen que sigue internado. O alguien de una empresa que cuenta que murió el hijo de una empleada y el resto quedó en shock. También empezaron a capacitar a trabajadores de cementerios y funerarias para que puedan dar «un servicio más humanizado» a la hora de vender una parcela.
«Yo quería que ningún chico, con o sin recursos económicos, viviera un duelo en soledad», dice Aldana. Por eso, todo lo que hacen es gratuito (ya pasaron por aquí 550 chicos). Lograrlo depende de 42 profesionales que los atienden voluntariamente y de una beca que le otorgó Ashoka, una organización que apoya económicamente a líderes sociales que contribuyen al bien común. El apoyo era por 3 años, termina pronto. Su idea es encontrar empresas dispuestas a apadrinar a un niño en duelo para poder seguir.
Un voluntario inesperado los ayuda con la difusión: Benjamín Vicuña, que en 2012 sufrió la muerte de una hija de 6 años. Cuando murió Blanca, el actor chileno tenía otros dos hijos (de 4 años y 2 meses) y con sus retuits ayuda a que más padres y más chicos en duelo tengan a alguien que les de la mano para cruzar la tragedia.
«A mí este proyecto me permitió seguir sanando», cierra Aldana. «Hablar tanto de la muerte me hace vivir el día a día de otra manera, con más gratitud, más presencia, más conciencia. Por eso le puse Aiken a la fundación, que en mapuche significa ‘vida’. Aunque estemos lidiando con la muerte, lo que buscamos es que puedan darle un nuevo sentido a sus vidas».