En la revista The National Review de Estados Unidos volvió a publicarse el Índice de Miseria mundial, y nuestro país ocupa el 7º lugar
Honestamente, me avergüenza. Estamos debajo de Zimbabwe, Venezuela, Siria, Líbano y Sudán. Cuando digo que siento vergüenza es porque, a priori, tenemos mayor capacidad para resolver nuestros problemas que ellos: los nuestros no son conflictos ni bélicos ni de regímenes políticos autoritarios, son políticos.
Si el sistema político argentino tuviera un horizonte claro, con políticas de Estado proyectadas en el largo plazo, con estabilidad económica y racionalidad para dar las discusiones prioritarias, claro está que rápidamente saldríamos de ese nefasto índice que nos ubica en el Top 10.
Asumir que se fracasó no nos hace más débiles o nos genera una pérdida de votos, sino que nos devolvería algo que hemos perdido: la credibilidad de una sociedad que ya no ve a la política con vocación de resolver sus problemas actuales y futuros.
Es allí donde vemos crecer discursos totalitarios, violentos y que atropellan sin pudor el progreso en materia de derechos que ha tenido el pueblo argentino. Canalizan la bronca, como el canalla que golpea en el suelo.
Pensar estratégicamente un país se hace entre todos y todas. Aún dialogando con quienes creemos que no se puede. El país ya no aguanta egoísmos, soberbia o líderes mesiánicos que todo lo pueden resolver con una varita mágica. El consenso es la meta, escuchar es el camino y trabajar es la forma.
Ejemplaridad y honestidad intelectual. Así es como pensé siempre a la política. Ya no son necesarios grandes discursos grandilocuentes que nada dicen. Hay 50 millones de personas que quieren progresar y vivir en paz.
Devolvámosle a nuestro país la movilidad social, algo que fue característico de Argentina. Educación, trabajo y salud.
Devolvamos la esperanza a la Argentina.