Hotel Capella, isla de Sentosa, Singapur. Pasan tres minutos de las nueve de una mañana soleada. Desde la izquierda, Kim Jong-un se acerca con tranco marcial y traje tradicional coreano. Desde la derecha, Donald Trump camina con la sobriedad de las citas con la historia en traje oscuro y corbata. De fondo, una colección de banderas de ambos países que comparten los colores blanco, azul y rojo. Estrechan sus manos con rigor diplomático primero y relajan después la mueca con leves sonrisas. Es la foto que el mundo ha esperado durante décadas.
Un ligero ademán del presidente estadounidense invitó a su homólogo norcoreano a enfilar juntos por el corredor colonial hacia la sala privada. Allí atendieron durante un par de minutos a la prensa. «Vamos a tener una gran relación», aventuró Trump. «Hemos superado muchos obstáculos hasta llegar hasta aquí», aclaró Kim. «Va a ser un éxito», insistió Trump. «Hoy superaremos los viejos perjuicios que entorpecían nuestro camino», corroboró Kim.
La reunión ya es un éxito si atendemos a que meses atrás los dos líderes se llamaban «pequeño hombre cohete» y «viejo gagá» mientras se cruzaban inminentes amenazas de destrucción masiva. Es un éxito también que Corea del Norte declarase una moratoria de lanzamiento de misiles y pruebas nucleares o que desmantelara su silo atómico. Es un éxito que Trump diera el paso al que sus predecesores no se atrevieron. Pero de esta cumbre se espera que finiquite esa cansina dinámica de tensión-distensión de la que siempre sale Pyongyang en el último minuto a cambio de prebendas. El éxito definitivo radica en enterrar el último fósil de la Guerra Fría y eso pasa por la desnuclearización de la península que Washington y Pyonyang dicen pretender.
Ambos tienen sobradas razones para la desconfianza. Persisten las dudas de que Corea del Norte quiera desprenderse del instrumento que ha permitido su supervivencia durante décadas. El contexto personal y nacional, sin embargo, permite el optimismo. Kim Jong-un está en su treintena y la tradición dinástica sugiere que morirá en palacio. Es dudoso que quiera afrontar el resto de su vida como un proscrito global y temiendo ataques militares. Parece más atractiva la alternativa de ejercer la tiranía dentro de límites tolerables por Occidente conservando su riqueza y poder. Su paseo nocturno por Singapur como turista y sus autofotos con diplomáticos locales metaforizan esos anhelos de normalidad.