Era octubre y faltaba un mes y medio para el nacimiento de Ciro, su primer hijo. Johanna Piferrer había tenido un embarazo sin complicaciones así que fue a hacerse el monitoreo tranquila. Probaron de una forma y nada. La hicieron cambiar de posición, y nada. Creyeron que el aparato andaba mal, fueron a buscar otro, y tampoco. La ecografía, hecha de urgencia, lo confirmó: el corazón de Ciro ya no latía.
Johanna, que en ese entonces tenía 32 años, recuerda los detalles del momento en que la ecografista les confirmó que no había signos vitales: «Yo empecé a llorar, le dije que no podía ser, que diera vuelta la pantalla que quería ver a mi hijo. El papá de Ciro se desplomó. Yo me levanté de la camilla y fui a abrazarlo. No sé cuánto tiempo nos quedamos abrazados en el piso. No lo podíamos creer, tampoco sabíamos qué hacer».
La autopsia reveló, unos días después, que el bebé llevaba 48 horas muerto. Lo que no imaginaron es que a la tragedia iba a sumarse lo que ahora llama «un mecanismo de tortura».
«Nos mandaron a esperar al obstetra a la maternidad, en el quinto piso. Nos dejaron solos esperándolo en una sala llena de mujeres con panzas enormes, familiares que llegaban con regalos y flores, abuelos felices. Se oían los llantos de los recién nacidos», cuenta. El obstetra les dijo que se trataba de una muerte perinatal (así se llama a la muerte posterior a la semana 20 de embarazo) y que solo la autopsia, en caso de que quisieran hacerla, podía decir qué había pasado.
«Unas horas después me internaron y me dijeron que me iban a inducir el parto. Que era mejor un parto natural así podía tener otro hijo rápido y, además, evitaba que me quedara una cicatriz. Yo les decía que no estaba en condiciones psicológicas de tener un parto natural, que no podía parir así, que por favor me hicieran una cesárea. Me dejaron 9 horas internada en la maternidad con Ciro muerto en la panza. Cuando pregunté por qué tardaban tanto me dijeron que lo mío no era una urgencia».
Dice Johanna que fue la llegada a la clínica de una amiga de ella, abogada, lo que aceleró el proceso. «Me hicieron una cesárea y me preguntaron si quería verlo. Les dije que no, no podía. Cuando terminó la cesárea, en vez de llevarme a una sala común me volvieron a llevar a la maternidad. Me acuerdo que iba en la camilla, dopada, y veía los carteles con los nombres de los recién nacidos colgando de las puertas. Adentro de mi habitación había dos carteles: uno decía: «señora mamá, si va al baño no deje a su bebé solo’, el otro decía: ‘señora mamá, dele de amamantar a su bebé».
Johanna ya no tenía a sus padres. Y cuando su hermana logró llegar desde Tandil, a la madrugada, le dijeron que no podía pasar porque estaba fuera del horario de visitas. «Armó lío, explicó y al final logró que la dejaran entrar. Estaba con ella cuando pasó lo de la leche», introduce. Y se refiere a que, aún cuando le habían dado una medicación para cortarla, el cuerpo no estaba entendiendo: la leche brotaba de los pechos.
«Cuando entró la enfermera mi hermana le dijo ‘mirá, tiene mucha leche, no para de salir’. Y la enfermera me dijo a mí: ‘bueno mamita, te vas a tener que apretar las tetas’. Yo me acuerdo que me quedé pensando ‘¿de qué habla? ¿cómo se hace esto?’. Uno se prepara para que los pechos se vacíen amamantando. Mi hermana tuvo que salir a pedirle que volviera para explicarme cómo hacerlo».
Johanna muestra el tatuaje de su antebrazo con el nombre de su bebé. “Mi hijo no era un NN”
No sólo se trataba de lo que la vida había decidido por ellos. «Nosotros también teníamos que tomar decisiones. Había que decidir si hacer una autopsia o no, si lo queríamos ver en la morgue o no, si teníamos o no plata para que una cochería retirara el cuerpito. Pedimos que nos asistiera un psicólogo y mandaron uno recién a las 72 horas. Después mandaron a otra, le tuve que contar todo de nuevo». El papá del bebé decidió despedirse en la morgue.
«Se lo dieron en una caja azul de archivo, de esas que se usan en las oficinas. Para la medicina era un feto NN, para nosotros no, era nuestro hijo, lo estábamos esperando, tenía un nombre», dice, y muestra el tatuaje de su antebrazo en donde dice «Ciro Nicolás Términe». El certificado de defunción, en cambio, dice: «Feto NN masculino, 33 semanas de gestación, 2,300 kilos».
El dinero para que lo retirara una cochería vino de una colecta que hicieron entre familiares y amigos. Y antes de que le dieran el alta, Johanna le dio las llaves de su casa a sus amigas y a su hermana. Ellas fueron a Avellaneda, desarmaron el cochecito, la habitación de Ciro y embalaron toda la ropa y los juguetes que le habían comprado.
«Cuando volví a mi casa era un ente. No podía ni comer, me tenían que cortar la comida para que tragara. Con el tiempo, de tanto pensar, empecé a darme cuenta de que el sistema de salud no estaba preparado para situaciones así y la sociedad tampoco», cuenta.
Y se refiere al consuelo que, aunque llega con buenas intenciones, minimiza el dolor. «Lo que te dicen es ‘ya vas a poder tener otro, sos joven’, ‘menos mal que pasó ahora, que ni siquiera lo habías llevado a tu casa’. Johanna empezó a pensar que la muerte de su hijo no era culpa de nadie pero todo lo que había sucedido alrededor había sido una forma de violencia obstétrica: una de las seis formas de violencia contra la mujer estipuladas en la «ley de violencia de género».
Fue por eso que hizo la denuncia en la CONSAVIG, que pertenece al Ministerio de Justicia y DDHH de la Nación. Y luego demandó a su prepaga -de primera línea- y a la clínica (por consejo de su abogada, prefiere que no se sepa cuáles son). Se trata de un juicio civil por daños y perjuicios.
El suyo se suma a otros juicios similares pero con diferentes aristas. Uno es el de la misionera Paula Pisak, que inició un juicio por violencia obstétrica en el que también hubo mala praxis (quedó cuadripléjica y sorda de ambos oídos después de una cesárea). Otro es el de Agustina Petrella, que decidió demandar a la neonatóloga, al obstetra, a la prepaga y a la clínica en la que nació su hija. Lo que ella pidió fue un parto respetado, con intimidad. Lo que le dijeron fue: «Acá no estamos para cumplir los caprichitos de los padres».
«En caso de ganar el jucio -dice Johanna- el resarcimiento es económico y eso ya no me sirve. Lo que quiero es que se implemente un protocolo para que el personal de Salud sepa qué hacer cuando a una mamá se le muere un bebé en el vientre. Darle una habitación lejos de la maternidad así no está con flores, bebés y osos de peluche, ofrecerle contención a la familia, darle información para decidir si quieren ver o no al bebé. Yo creo que si me hubieran ayudado y me hubieran dado el tiempo, yo me habría despedido de mi hijo».
Johanna -que ahora tiene 35 años, se separó y no tuvo más hijos-, dice que el duelo quedó trabado: «Ciro murió en octubre de 2014, recién este verano pude ir a buscar la urna con sus cenizas, llevarlas a Gesell y esparcirlas en el mar».