¿Se aplana la curva de contagios o se informal mal? Tenemos el mismo sector público de siempre, grande y torpe, y tal vez un «INDEC sanitario» en gestación.
«El número de casos de coronavirus viene por debajo de lo esperado», dijo el sábado el ministro de Salud Ginés González García. Pareció tentado de decir a continuación: «¡Estamos ganando!».
¿Realmente se está aplanando la curva de contagio? ¿Y eso sería porque la cuarentena se cumple a rajatabla y es un rotundo éxito político o porque se testea a muy poca gente? Y tan importante como lo anterior: ¿Eso pasa porque el Gobierno no tiene los recursos necesarios y se organiza mal o porque se armó un «INDEC sanitario» para dar buenas noticias?
Hasta acá en la Argentina se han hecho 64 tests por cada millón de habitantes. En Ecuador en cambio se hicieron 339, en Perú, 312, en Uruguay 608 y en Colombia 188. En los Estados Unidos, pese a todos los dislates de Donald Trump, se realizaron 1650. Estamos peor que México, que además informa muy mal sobre sus testeos, y que Paraguay, y apenas un poco mejor que Bolivia.
El manejo de la información sobre los tests ha sido de lo más desprolija y confusa desde el comienzo. Varias veces se comunicó desde oficinas gubernamentales que se los había descentralizado, que además del Instituto Malbrán ya había varios laboratorios haciéndolos. Aunque algunas versiones hablaban de cuatro centros, otras de 19 y hasta de 35. Y ahora se viene a saber que todavía el asunto está en veremos.
No es el único tema en el que el Gobierno camelea o se enreda, difundiendo versiones supuestamente tranquilizadoras que generan más incertidumbre y angustia cuando la realidad las desmiente. Desde Salud se dijo sobre un tema crítico como es el de las camas de terapia intensiva que «no había de qué preocuparse».
Según los funcionarios en el país no habría menos de 11.000, y seguían contando. Si fuera cierto tendríamos el doble que Japón, un caso ejemplar en el mundo, con 13 cada 100.000 habitantes. En vez de hacer cuentas raras podrían haber consultado un detallado estudio realizado el año pasado, de todo el sistema de salud de la Argentina, que reporta poco más de 4.000. Es decir, alrededor de ocho cada 100.000 habitantes.
El kirchnerismo en especial y muchos peronistas en general tienen la costumbre de hacer de cualquier problema de gestión una ocasión para dar batallas ideológicas e ilustrar que, aunque las cosas les hayan salido mal y les sigan saliendo mal, la razón siempre está de su lado. Ahora están empecinados en afirmar que la emergencia va a probar la utilidad y disimular los vicios de su peculiar versión del estatismo. Una que promueve el uso irracional de los recursos, el engorde de las plantillas y el caos administrativo. Y que el mundo entero «hace peronismo» cuando lanza planes de asistencia económica.
Repone así discusiones viejas, sin haber aprendido mucho de las crisis previas en las que se plantearon. Ya quedó bien a la luz que lo que necesitamos no es un Estado inflado y desarticulado, que se ocupe de todo o casi todo. Sino uno fuerte y eficiente, capaz de hacer frente a distinto tipo de problemas. Uno capaz de reunir información precisa sobre las cuestiones a resolver y de hacer el mejor uso posible de los recursos con que cuenta, compatibilizando objetivos en tensión. En este caso el combate del virus, la supervivencia de la economía y los derechos de los individuos.
En lugar de eso la actual gestión parece haberse vuelto un «gobierno sanitario» que actúa brutalmente para frenar los contagios, porque no cuenta con instrumentos para hacerlo en forma más quirúrgica e incruenta. Y se mueve con distinto grado de racionalidad y sentido común en distintos terrenos. Reunió a médicos que saben y se deja asesorar por ellos pero no hizo lo mismo con los economistas.
Aunque se encontró un par de veces con los opositores no creó con ellos ningún mecanismo regular de consulta. Tampoco lo hace con los actores económicos. Por lo que sus decisiones parecen estar cada vez más sesgadas en contra de la prevención de males mayores en la economía, y sus medidas sanitarias se vuelven cada vez más amenazantes en los otros terrenos a atender. Algo que le sucede también a otros países, pero aquí parece adquirir una gravedad particular.
Este no es el motivo principal por el que se extenderá la cuarentena, pero esta decisión es también ilustrativa de las deficiencias de nuestro Estado. ¿Por qué sería necesaria esta extensión, si la Argentina parece haberse anticipado al estallido de los contagios y la circulación generalizada del virus, y el ministro de Salud considera incluso que estaríamos logrando «aplanar la curva»? Porque para hacer una política mejor, más focalizada, con muchos más testeos y el seguimiento de los grupos de riesgo y las cadenas de contagio, haría falta un Estado más eficiente. Que no tenemos y ahora nos falta como nunca antes. El cierre total de las fronteras y la decisión de frenar las repatriaciones obedece a la misma lógica.
La verdad es que nunca se supo muy bien qué hacer con los controles en el aeropuerto internacional de Ezeiza y se realizaron cosas absurdas y contradictorias. A muchos viajeros procedentes de países con circulación del virus no se los evaluó ni aisló hasta bien avanzado marzo, y aún después de la cuarentena general se cambió varias veces de criterio sobre qué hacer con ellos.
A los porteños por momentos se los mandó a su casa y por momentos a hoteles, para asegurar el respeto de la cuarentena. Mientras que a los residentes en el interior se les aplicaron en forma inversa este o aquel criterio, y pueden haber terminado recluidos en unidades de Gendarmería o haber sido enviados a sus casas sin ninguna supervisión según el avión en que viajaron. Nadie sigue sus casos porque el Estado no tiene ni la organización ni el entrenamiento para hacerlo. Un caos.
Por algo finalmente se tomó la decisión draconiana de cerrar todo, prohibiendo las repatriaciones salvo casos excepcionales, que tampoco se ha aclarado cuales son, porque no se sabe muy bien qué criterio adoptar. Incapaces de planificar y fijar criterios claros y razonables, se «cortó por lo sano». Parecido a las privatizaciones de Carlos Menem. Eso sí, dando la impresión de estar muy apurados y decididos, de que «no nos temblará el pulso», una expresión que no es casual que Alberto Fernández haya reflotado.
Si alguien en el Gobierno esperaba sacar de esta crisis ciertas ventajas para fortalecer al Presidente como piloto de tormentas y para consolidar su «victoria cultural» sobre el siempre denostado liberalismo (al que se alude siempre anteponiéndole el prefijo «neo», un subterfugio para hacer la tarea más fácil), ojalá ya se haya desayunado de que no va a ser tan fácil.
Mientras más tiempo pasa y se agrava la crisis sanitaria y económica, más queda en claro que los países que mejor lidian con la emergencia no son las dictaduras estatistas ni los populismos radicalizados. Sino las democracias con estados eficientes, en general con planteles mucho más reducidos que los nuestros y mucho más ágiles para adaptarse a cambios de circunstancias.
Con más autoridad y legitimidad sobre sus ciudadanos y mayor capacidad técnica para emprender tareas delicadas como regular el tráfico en las fronteras, identificar a personas enfermas, aislarlas y atenderlas. En ellos las cuarentenas generalizadas no hicieron falta, o van a ser breves. En vez de darles cátedra esmerémonos en imitarlas en lo que esté a nuestro alcance. Ya que aún estamos a tiempo.
Por Marcos Novaro