La historia demuestra que los tiempos de crisis, como la que hoy azota al mundo y a nuestro país, son vivenciados por las personas y las sociedades desde distintas perspectivas. El ser individual vive este tiempo con mayor o menor angustia, miedo o esperanza según su carácter y su contexto. Las sociedades lo hacen digiriendo esas emociones individuales y en medio del caos se plantean, a veces implícitamente, otras en forma explícita, sobrevivir como pueden y terminar en un claro retroceso o extraer todos los aprendizajes que la hora oscura puede dar y avanzar hacia el futuro. De eso trata este artículo, de las oportunidades que estas enseñanzas pueden dejar incorporadas para siempre.
En 1945 el Gran Imperio del Japón fue derrotado por los Estados Unidos de América. El orgulloso país, que en la segunda mitad del siglo XIX había entrado en la modernidad con la dinastía Meiji, había derrotado a la Rusia de los zares en 1905, y había conquistado grandes extensiones de Asia de la mano del fascismo japonés, se encontraba devastado en todos los planos. Su producción industrial en 1945 no llegaba al 30% de la media de 1935, la producción agrícola había descendido un 60% y el 40% de la infraestructura y plantas industriales se encontraba destruido. Se habían perdido más de tres millones de vidas humanas.
A pesar de eso, lo más duro para la sociedad japonesa fue que todo el sistema de valores, convicciones, símbolos y emociones sobre las que se había asentado la construcción de su nación había, por lo menos, sido puesto en duda. El tremendo efecto de las bombas atómicas, la admisión de humanidad por parte del anteriormente divino emperador, y una constitución “dictada” por el vencedor con instituciones y valores extraños a su idiosincrasia parecían haber socavado para siempre los cimientos nacionales. Podemos adentrarnos profundamente en el estado emocional japonés de esa época a través de la obra de los dos escritores que marcaron su siglo XX, Yasunari Kawabata y Yukio Mishima. El alma japonesa de posguerra es una mezcla desordenada entre la melancólica tristeza del primero y la resignada nostalgia moral del segundo. Ambos terminaron suicidándose.
Seiscientos años antes de estos acontecimientos, a mediados del siglo XIV, Europa fue asolada por la llamada peste negra, proveniente seguramente del Asia menor. Un continente que hacía siglos se encontraba cerrado sobre sí mismo, que apenas había comenzado a abrirse merced a las cruzadas y al tráfico marítimo de algunas ciudades italianas, con una economía eminentemente agraria y de subsistencia, sufrió la desaparición en algunas décadas de más de un tercio de su población según los cálculos más optimistas. Y si bien la peste no distinguía entre estratos sociales, lo cierto es que la mayoría de las víctimas fueron campesinos que sustentaban aquel sistema productivo.
Esa Europa que estaba saliendo de los siglos de oscuridad de la Edad Media, sin estados nacionales aún, con un sistema político donde se entremezclaba lo civil y lo religioso en una lucha de poder interminable, parecía haber recibido una estocada que demoraría indeterminadamente su evolución. Sin embargo, y sin ninguna dirección política centralizada, esa sociedad aprovechó la vitalidad que le restaba para apostar a la innovación. Sabiendo que la realidad de antaño no iba a volver, apostó al futuro sustituyendo lo que faltaba con tecnología. Desde la carretilla, el arado de hierro hasta un collar para animales de tiro que permitió incrementar por cinco su poder de tracción, nuevas técnicas de navegación y transporte terrestre, la banca, el seguro y las sociedades comerciales, la imprenta y muchos otros avances permitieron casi duplicar el comercio interno y externo en cada generación. Por último, en esas sociedades que prosperaron surgió el Renacimiento en todo su magnífico esplendor, los grandes pintores, arquitectos, escultores, filósofos, escritores que con sus obras maestras devolvieron al mundo la fe en el género humano.
Leyendo el párrafo anterior uno podría pensar que sólo la necesidad puede enseñarnos el camino de la superación. Sin embargo, volviendo a Japón, lo interesante de su caso, la gran lección tomada de la crisis de 1945, no fue el arrollador éxito económico que comenzó a desplegar en la década de 1950. Muchos de los países de la cuenca del Pacífico hoy también son potencias. La verdadera enseñanza que tomó Japón tuvo que ver con la comprensión de que el desastre tuvo que ver con la autocracia, con un gobierno que tomaba decisiones sin opinión pública y en donde no existía ningún tipo de libertad o garantías, asociaciones intermedias, prensa independiente y, fundamentalmente, la participación de ciudadanos en lugar de súbditos en las decisiones que los involucraban como nación. Hoy, Japón constituye en el lejano oriente, con sus virtudes y defectos, la única democracia cuyos parámetros son similares a los de cualquier democracia occidental. Ellos aprendieron que la democracia consiste básicamente en la posibilidad de elegir, y eligieron.
Nosotros estamos atravesando hoy una crisis llamada coronavirus que, esfuerzo mediante de todos, no tendrá los caracteres catastróficos de los ejemplos anteriores. Demostraríamos una gran inteligencia si ya pudiésemos comenzar a elaborar enseñanzas que nos permitan afrontar los tiempos que vienen y reconstruirnos como sociedad.
La primera de ellas, más instrumental, es saber que el siglo XXI ya no puede esperarnos. Lo demuestra a cada momento nuestra vida cotidiana en la cuarentena, de la que vamos a salir diferentes a como entramos. Las habilidades blandas, el trabajo colaborativo, interdisciplinar, las nuevas tecnologías y plataformas necesitan que no les pongamos más trabas ni límites, más allá de determinados actores que defienden privilegios que hoy se nos antojan rancios y conservadores. Cada día desaparecen trabajos que ya no son sostenibles en términos de época, pero también cada día se crean trabajos que son los que verdaderamente necesitamos para prosperar. Debemos enfocarnos hacia las áreas de conocimiento estratégico que hoy están vacantes en nuestro país. El virus nos muestra día a día donde debemos dirigir nuestros esfuerzos.
La segunda enseñanza tiene que ver con el comportamiento de nuestra clase dirigente. El gobierno sabe que tiene nuestro apoyo en estas circunstancias difíciles. También debe comprender que no le hemos dado carta blanca, que siempre responderá por sus actos ante la Constitución y que no debe pretender tomar mezquinas ventajas de la situación. La oposición debe apoyar las políticas implementadas y, en caso de disenso, debe hacerlo razonada y fundadamente. Lo mismo vale para empresarios, sindicalistas y otros protagonistas de poder. Además, en líneas generales podríamos decir que todo ello debería ser la base de la convivencia a partir de ahora. ¿Por qué sólo podemos tener altura democrática en estas circunstancias?
La última gran enseñanza debería ser que siempre podremos discutir el pasado para aprender de nuestros errores y superarlos, que es saludable que las sociedades tengan memoria, mas no que se laceren regodeándose en sus heridas, que las sociedades que progresan son las que miran hacia adelante y discuten el futuro.
Por Alejandro Finocchiaro