Dicen que cuando ese amor es tan grande, las personas trascienden la muerte y se aparecen en cualquier lugar, en la casa, entre los árboles, en nuestros sueños.
Seguro es el caso de la Niña Rufina Cambaceres, hija de Luisa Bacichi y Eugenio Cambaceres, propietarios de la estancia “El Quemado” de General Alvear.
Cuentan los paisanos en las noches de fogón, que algunas veces la Niña Rufina se ve caminando por las galerías de “El Quemado”, con un largo vestido blanco vagando por el parque centenario de la estancia, con la mirada perdida buscando la respuesta a tantos por qués.
Rufina había nacido en 1883 en Buenos Aires, y su historia se ha contado tantas veces que es difícil encontrar la verdad.
Su madre Luisa Bacichi, era integrante de una compañía de bailarinas, una profesión para nada apreciada por la sociedad de ese entonces. Realmente hermosa, enamoró a un aristócrata, político, un poeta llamado don Eugenio Cambaceres, dueño de la estancia “El Quemado” de General Alvear, un escritor que escandalizó a la sociedad puritana de la época con sus ideas de la separación de la Iglesia y el Estado.
Sus escritos, transgresores, hablan de sexo, de infidelidad, temas bien ocultos en esa época, describiendo situaciones verdaderamente escandalosas que desnudaban a la sociedad porteña. Con total crudeza relata tanto las intrigas mundanas de la Gran Aldea, como los amaneceres, olores y paisajes del campo, los sonidos de los animales y trabajadores, el perfume de las mañanas o los ruidos del atardecer.
De esas dos personas tan pasionales y sensibles, un escritor y una bailarina de singular belleza, nace Rufina Cambaceres: la Niña Rufina como la nombran en Alvear, la Niña Rufina que se sigue evocando en noches de fogatas y gauchos.
Su infancia transcurrió entre “El Quemado” y la ciudad de Buenos Aires. Su padre, en sus escritos, describía fielmente el sosiego y la solitud del campo así como las reuniones, fiestas y veladas de la aristocracia porteña.
A pesar de su opulencia, la familia estuvo signada por el “malquehablar” de la época, que no olvidaba las urticantes y acciones prohibidas que tuvieron como protagonistas a los Cambaceres, más si se tiene en cuenta la sociedad “santurrona” de principios del siglo XX.
Eugenio fallece cuando Rufina tenía cinco años. Afecto a las fiestas y viajes, Eugenio gastaba mucho más dinero de lo que tenía así que a su deceso, le quedan a su esposa muchas deudas y ninguna experiencia en la administración de campos.
En Buenos Aires, Luisa y Rufina continúan viviendo en una distinguida y hermosa casona en la calle Monte de Oca del barrio de Barracas casi enfrente de la Casa Cuna (hoy ya demolida), o en la estancia que alquila más tarde a Hipólito Yrigoyen, un amigo que pronto será su amante durante el resto de su vida.
Rufina crece retraída, pasando con su madre largas temporadas el campo que era de su abuelo, lugar donde se refugiaba y soñaba “cómo iba a ser su vida cuando creciera”, admirada por todos por su encanto y delicadeza heredadas de su madre que aunque mayor, conservaba su belleza. Pero la historia tomará un rumbo totalmente insospechado años cuando Rufina cumple 19 años.
Hipólito Yrigoyen frecuentaba asiduamente la casa o pasaba temporadas en “El Quemado”. Hombre galante y mujeriego, gustaba de agasajar a las mujeres y dicen las malas lenguas que conquistó el corazón de Rufina.
Esos mismos rumores quizás nacidos de las mentes maliciosas, afirman que Rufina no conocía de los amoríos de su madre con Yigoyen y su joven corazón quedó prendado de él. En aquel entonces, era muy común que hombres mayores flirtearan y se casaran con adolescentes por lo que la diferencia de treinta años de edad no debe haber preocupada para nada a Rufina.
Si bien hay muchas versiones producto quizás de lo mal vista que era la familia, Yrigoyen, que ya contaba con 50 años y amante Luisa, también conquista a la inocente Rufina que seguía en su sueño idílico alimentado por sus amigas y las características propias de las soñadoras adolescentes.
El día 31 de mayo de 1902, Rufina cumplía 19 años; era una noche especial y para festejarlo, su madre había organizado una tertulia en su casa que culminaría en una función de gala en el Teatro Colón.
Sin embargo, dicen las malas lenguas, que una amiga le comentó que su amado no era más que el amante de su madre. Dicen que a Rufina Cambaceres literalmente se le “paralizó el corazón” y con un grito, cayó al suelo desmayada.
Luisa la encuentra en el piso de su habitación, sin signos vitales y aunque un médico que se encontraba en la casa intentó reanimarla, todo fue en vano. Dos médicos más confirmaron que la muerte fue provocada por un síncope y Rufina fue alojada en el Cementerio de la Recoleta, en la bóveda de Antonio Cambaceres donde también estaban los restos de su padre.
Sabe Dios y Rufina qué habrá pasado realmente antes y después de su muerte. Lo cierto es que Rufina no había muerto sino que era víctima del primer ataque de catalepsia registrado en el país. Rufina estaba viva pero su cuerpo pálido y frío, rígido y sin signos vitales confundió a los médicos que firmaron su defunción, siendo enterrada unas horas después.
Las versiones son muchas y pueden leerse en Internet: que el cuidador del cementerio escuchó ruidos y creyó que eran gatos; que el cajón estaba corrido y podrían haber entrado ladrones… Lo cierto es que al abrirlo, descubren que Rufina estaba de espaldas con la cara y la tapa del ataúd arañados.
La joven, despierta de su letargo cataléptico, había intentado salir de su encierro. El horror recorrió toda la ciudad pues fueron varios los episodios del mismo tenor, y el temor a ser enterrado vivo se extendió hasta los más recónditos rincones de las almas.
En memoria de Rufina, su madre Luisa reformó la bóveda familiar incorporando la estatua de mármol de la joven con una mano en la puerta mientras su mirada perdida parece buscar explicaciones.
La historia de hizo leyenda, película, serie, libro, documental. El Mausoleo art decó que construyó su madre en la Recoleta representa el misterio que encierra la muerte de Rufina, una frágil joven de belleza sutil que parece querer abrir esa puerta de dolor, de interrogantes, de sueños de amor, de vidas complicadas, de muertes sin explicación que crean y enriquecen mitos urbanos.
Mitos, esos relatos que construyen la historia urbana, historias orales de noches junto al fuego que dibujan el sentir de un pueblo.
¿Sería Yrigoyen el amor de Rufina? ¿Sería cierto de que era dopada por su madre para poder recibir a su amante y que una sobredosis provocó el estado cataléptico?
Quizás la niña de blanco que dicen los gauchos que se ve en “El Quemado”, sea realmente la Niña Rufina, la joven del eterno corazón enamorado que vuelve a latir en la voz de aquellos que cuentan su historia en noches de fogones y misterios.
Por Lis Solé